Aquella algarabía que se podía escuchar desde el pabellón de varones,
solo era comparable con el tremendo holgorio que producían las fiestas
patronales en el mes de Agosto en la capital, en conmemoración del negrito de
la sierrita. Entre silbidos, risas y anécdotas, claramente se resaltaban los sobre
nombres que en forma única utilizaban
los reclusos para identificarse, en lugar de sus nombres propios, parte de un
lenguaje coloquial entre pandillas. Entre los temas de conversación, sobresalía
el más cotidiano del momento: ¿Cuándo llegaría la tan ansiada libertad?. Realmente
era tal el ruido, que nadie pudo presagiar que todo aquel revuelo terminaría en forma sorpresiva
y dolorosa. Desde donde Gabriel, se encontraba oyendo a sus compañeros de
fortuna, no logró escuchar aquellos pasos del viejo militar, quien sigilosamente se
había escurrido desde el puesto de mando hacia el corredor de las viejas
celdas, en donde se estaba realizando aquel festín.
El espacio interior de
esa celda completamente a oscuras, de aproximadamente siete metros de largo por
cinco metros de ancho, se ilumino ante los destellos que producían las
descargas eléctricas del aparato que manipulaba el oficial contra la piel del
desdichado joven, seguidos de gritos de dolor.
En total Gabriel pudo contar tres zumbidos continuos emanados de aquel tenebroso
dispositivo. Desde la celda número tres,
Gabriel, yacía en su litera impotente, escuchando aquellos desgarradores gritos,
y aún, sin ser testigo ocular frente aquella crueldad, la tensión que los
mismos transmitían, fue más que suficiente para que todos los detenidos, sintieran
el castigo como si fuese en su propia piel. Esa situación contrastaba con los
momentos de alegría y risa, que minutos antes habían protagonizado los reos, no
como una expresión contra las autoridades sino como un medio de olvidar la precaria situación
que vivían en aquel tenebroso encierro. Luego de eso, un silencio sepulcral se
apodero del pabellón de aquellos desdichados.
De pronto, aquel conocido ruido originado por una de las tantas
pesadas y sarrosas puertas de hierro, interrumpió de golpe el ambiente de
aquella amena fiesta entre los presos. Luego él pudo determinar que el ruido provenía
de la celda número seis, donde se alojaba un joven detenido de veintiséis años,
de piel curtida, vestido con solo su ropa interior desgajada, ante quien imponente
apareció la figura sombría del sub comisionado Benavides, quien sin previo aviso
y convirtiéndose en juez y parte, se abalanzó sobre él, aplicándole inmisericordemente la pena
administrativa que le correspondía al recluso por su osadía a comunicarse entre
sus infortunados compañeros de prisión.
SIGUE AL PROXIMO CAPITULO: LLEGO EL DIA NEFASTO