A Gabriel, le correspondió estar en una celda preventiva junto con tres
hombres más. Era muy pequeña, que solo contaba con una litera de dos plantas y
un sanitario de hueco. Dos de ellos estaban recostados en la cama, eran
hermanos de sangre, que por razones del destino uno de ellos se vio enfrascado
en una discusión con un chofer de un camión repartidor de refrescos gaseosos y
que por la unión del parentesco obligo la intervención del otro. Se llamo a una patrulla quienes conocían a
los dos hombres y la emprendieron contra ambos para finalmente detenerlos y
llevarlos tras las rejas. Para esa hora,
la condición etílica de quien era el mayor, ya había disminuido y estaba más
calmado y coherente. Ambos eran hombres
de piel morena, estaban sin camisas, solo que el mayor de metro y sesenta y
seis centímetros de altura y obeso, era quien llevaba la batuta al hablar, en
oposición a su hermano, quien con tatuajes en el brazo, cabello pintado de
amarillo completamente tieso como si utilizara algún tipo de fijador y más
musculatura, de complexión delgada, solo escuchaba e intervenía cuando aquel le
preguntaba algo, al mejor estilo de un seseo, en su modo de hablar.
El tercer hombre más alto que Gabriel, con ojos dormidos, pelo revuelto,
y de difícil hablar, lloriqueaba porque se encontraba ahí por la denuncia de su
propia progenitora quien ya no le aguantaba su constante apropiación indebida de
sus pertenencias con el único propósito de continuar con su adicción a las
drogas. Él estaba esperanzado a que ese
día su madre retirara la denuncia para poder regresar a la casa de habitación. La
llegada de Gabriel, no fue desapercibida por los demás residentes de las otras
celdas, quienes iniciaron una tradicional costumbre en las prisiones: preguntar
sobre “el nuevo”. Así, que el “chineado”
como lo bautizo Gabriel, al tercer habitante, servía de mediador para el cruce
de la información. “¿Por qué estas aquí?” “¿Quién te acusa?” Se mantuvo
tranquilo y se limitó a decir que era un asunto policial por una mujer loca, a
lo que para sorpresa de él, sus compañeros lo confortaron indicándole que no se
preocupara porque estaba en el pabellón de prevención, lo cual significaba que
pronto saldría del lugar. El hermano mayor, le preguntó si ya había comido, y ante
el hambre que tenía, no pudo ocultar su creciente apetito, por lo que aquel le ofreció
un bocadito de arroz, frijoles y queso, que un familiar les había llevado en la
mañana, pero por estar dormido aun no había consumido. No quiso ser desagradecido y aceptó el
ofrecimiento. Ese poco de comida engaño a su estómago hambriento.
Por otro lado, Marina, estaba en un
pequeño cuarto junto con otras mujeres, cruzando la sala de detención por donde
habían ingresado. Ella se asomaba por una pequeña ventana. Él la observó más serena, cuando intercambiaron
miradas mientras lo escoltaban al cuarto de entrevista, eso lo conforto porque
era importante exhibir carácter además de aceptar la situación. Le preguntaron
sus datos personales y le sacaron una fotografía digital luego lo regresaron a
la celda. Pudo sonreírle a ella y cerrarle el ojo en muestra de que todo estaba
bien. Esa rutina también le fue aplicada a ella. No estuvieron más de cuarenta minutos en el
lugar, porque a la delegación policial se hicieron presente un detective de la
sección especial de trata de personas y su asistente, quienes se ocuparon de ellos
dos. El detective, hombre de edad media, estatura mediana, medio calvo, de
apellido Ruiz, era callado, y mientras les devolvían sus posesiones él se fijó en la cámara digital que portaban,
y se apresuró a revisar las fotografías en la memoria, sin luego darle
importancia alguna.